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Foto del escritorJuan Carlos Naranjo Zuluaga

La cancha

«¿Te das cuenta, Benjamín? El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín, no puede cambiar de pasión»


Con esa frase se empezó a resolver un asesinato en una película argentina. «El secreto de sus ojos» no es una alegoría al deporte, pero se apoya en este para dar un punto de giro que lleva a la trama desde otro ángulo, quizás imaginado por el más perspicaz de los detectives de novela. Es el fútbol el deporte rey, por lo menos en Latinoamérica, de eso no hay dudas. Las pasiones que despierta y el sentimiento que aflora con cada abrazo de gol, no tiene punto de comparación. Para algunos no es más que otro elemento más de la cultura popular; para muchos otros es lo que mueve sus vidas, lo único que tiene sentido en medio de las penurias de la cotidianidad. Un bálsamo en medio de todas las tragedias que vivimos como sociedad.


Posiblemente, la persona que lea esto se estará preguntando «¿Qué hacen hablando de fútbol en un medio «culto»? Aquí queremos leer sobre literatura y poesía, nada de espectáculos de la plebe»; Pues resulta que ser «culto» implica hablar de «cultura» y esta incluye la tan menospreciada «cultura popular» o «mainstream», la cual carga con una elevada dosis de «tradición» que es imposible dejar de lado. Y por eso es que empecé este relato con la frase de película, porque no es posible entender el fútbol como «deporte», sino como «pasión», y de eso sí que sabe la gente «culta». Incluso destacados escritores y periodistas han tocado el tema en sus relatos, y hasta les han dedicado libros enteros para expresar su idilio con el juego de pelota en los pies.

¿Y por qué estoy hablando de fútbol? Pues, porque hoy, 26 de junio de 2022, se celebra la final del torneo en Colombia, y como va a hacerse costumbre desde esta cuenta, cada entrada del blog intentará publicar algo referente a lo que esté en tendencia para el día de su publicación. Por eso, y luego de tan larga introducción justificatoria, les presento un breve relato que escribí, para que usted, persona que lo lea, interactue con sus colores, equipo y ciudad, y reflexione acerca de nuestro comportamiento como sociedad y de cómo nos dejamos dominar por nuestras pasiones. Bienvenidos pues.


LA CANCHA


Las tribunas del estadio estaban ocupadas apenas a la mitad de su capacidad. La barra más radical se ubicaba en casi la totalidad del costado popular en el que tradicionalmente se hacía. Un pequeño grupo de hinchas del equipo visitante se acomodaba en el costado oriental y al extremo opuesto de la ya mencionada barra. Era un partido de trámite entre uno de los equipos más populares del país (_____________________________ inserte aquí el equipo de su predilección), que luchaba por mantenerse en los primeros puestos del campeonato, y un equipo pequeño, ascendido a la primera división hace un par de años, y que no contaba con el palmarés ni el apego de los equipos tradicionales.


Mi papá aprovechó la tranquilidad que ofrecía ese cotejo para llevarme por primera vez a la cancha. Yo tenía diez años, bueno nueve, pero los diez los cumpliría en dos semanas; estaba impresionado por el tamaño de aquella colosal construcción que hasta ese día solo conocía por televisión. Las banderas con los colores del equipo local (________________________________ inserte aquí los colores de su equipo favorito), los cánticos y la emoción a flor de piel en la mayoría de fanáticos, y la ilusión reflejada en los ojos de mi papá por poder tenerme con él para ver al equipo de sus amores; porque sí, este era el amor más fiel que conocía; él me decía que en la vida uno puede cambiar de pareja, de profesión, de gustos, pero el amor por su equipo era realmente infinito.


Mi papá era un hincha moderado, y por precaución adquirió los boletos para ubicarnos en la parte alta de la tribuna occidental, la única con cubierta y la que ofrecía una experiencia similar a la de ver un encuentro desde la casa. A la salida de los equipos yo ya estaba totalmente entregado a la causa. Quería sentirme parte de aquel colectivo que, emocionado, vitoreaba y coreaba cánticos de apoyo en medio de un frenético saludo a su equipo, a “nuestro” equipo. Los papeles picados y en tiras se mezclaban con el humo de colores expulsado por varios extintores modificados y coordinados desde la tribuna popular. El sonido de tambores, trompetas, palmas y zapateos hacía intimidar a cualquier extraño, o por lo menos a mí, al punto de creer que así debía sentirse el ir a la guerra.


Sonaron los himnos, se hizo el sorteo y se cambiaron las posiciones de los equipos en el terreno de juego. El portero visitante llegó con cierto recelo y precaución a la portería que le daba la espalda a la barra popular, y razón no le faltaba, pues con solo ingresar al área chica fue recibido con insultos y coros que lo degradaban a la condición de una trabajadora sexual. Mi papá, absorto como estaba por el inicio del partido, me agarró de la mano en un movimiento reflejo para sentir que seguía a su lado, así su mirada estuviera fija en el centro del campo.


Sonó el silbato y el júbilo colmó las tribunas. Era una tarde soleada y el cielo estaba despejado, lo que permitía sentir el calor del día incorporado con el ambiente del público. Con cada jugada mi papá me explicaba qué sucedía. Mi conocimiento de aquel deporte consistía únicamente en la necesidad de anotar la mayor cantidad de goles en el arco contrario. Ese día descubrí lo que era un «fuera de juego», un «tiro de esquina», un «tiro libre», un «tiro penal», y el uso y funcionamiento de las «tarjetas amarilla y roja», además de un nuevo repertorio de groserías. Como el encuentro no era catalogado de «alto riesgo», la federación asignó a una terna arbitral joven, sin experiencia, y que evidentemente eran muy novatos. La presión de las tribunas afectó más a estos tres seres vestidos de negro que a los jugadores del equipo rival, por lo que a cada error que cometían, la andanada de insultos e improperios no se hacían esperar.


Pasaban los minutos, y un partido que en el papel debería ser fácil para los locales, seguía cero a cero, y era el equipo visitante quien había tenido las mejores opciones de anotación. En el minuto cuarenta y dos, un contragolpe bien aprovechado por un habilidoso jugador contrario, terminó en gol, caldeando los ánimos de la hinchada; en la celebración, el jugador que anotó el gol se fue a celebrar al banco de suplentes de su equipo, y recibió un aluvión de insultos que provenían de la tribuna occidental baja, justo la que estaba en el nivel inferior al mío. Dos minutos después, antes de finalizar el primer tiempo, el mismo jugador habilidoso era derribado en al área por un fornido y enorme defensor. «Penal» señaló el árbitro y luego de los «van y vienen» de alegatos de uno y otro jugador local, la anotación del gol para la visita en tiempo de reposición puso el marcador cero a dos. Con esa jugada terminó el primer tiempo y mi papá me miraba como disculpándose por haberme llevado a ver perder a «nuestro» equipo.


En la radio, los comentaristas atacaban sin piedad a la terna arbitral; hablaban de injusticia en el resultado y alguno se atrevió a sugerir que el principal patrocinador de los visitantes, una casa de apuestas deportivas, había pagado para favorecerlos. En medio de la decepción por el resultado parcial en contra, esas afirmaciones infundadas fueron tomando fuerza en los corrillos de hinchas, caldearon los ánimos y los minutos del «entretiempo» se hicieron eternos.


Los jugadores de ambos equipos salieron a la cancha para disputar el segundo tiempo. El cambio de orientación me desubicó por un momento, hasta que mi papá me explicó con cierto tono de impaciencia que eso se hacía en todos los partidos, un tiempo un equipo jugaba de norte a sur y el otro en sentido contrario, esto se decidía en el sorteo inicial. Mientras mi papá me explicaba esto, vi como el portero local se acercaba a la tribuna popular y levantando los brazos, hizo un gesto de perdón a los hinchas por el terrible primer tiempo que había tenido. Los integrantes de aquella barra lo vitorearon y animaron con una fuerza mayor a la del inicio del compromiso. El defensor que había cometido la infracción del minuto final del tiempo anterior, siguió el ejemplo del guardameta y también pidió perdón con el mismo gesto, además de animar con el agite de sus brazos a los demás asistentes al estadio.


Estaba por comenzar el segundo tiempo cuando el piso se movió estruendosamente. El miedo se apoderó de mí y busqué presuroso la mano de mi papá. Él sintió mis pequeños dedos y vio el terror en mis ojos, me alzó con sus fuertes brazos y al paso de la «ola» me elevó por encima de la multitud que, jubilosa, participaba de aquella acción colectiva poética para despertar la fuerza y el espíritu competitivo de los miembros del equipo dueño de sus pasiones. La «ola» dio tres vueltas y se detuvo con el pitazo que daba inicio a las acciones de la segunda mitad del juego.


El partido reinició con un baldado de agua fría; en una desconcentración entre el lateral por derecha y el portero, llegó el tercer gol visitante. Un silencio sepulcral cubrió a todo el estadio y solamente el rincón de los hinchas visitantes en la tribuna oriental emitía algún sonido, que llegaba como un ligero murmullo a mis oídos. El balón estaba nuevamente en el punto central y un alboroto surgió de la nada. Los silbidos y groserías de un público que ya empezaba a enfurecerse, caían sobre un aficionado que saltó a la cancha para abrazar a su ídolo. Sobra decir que aquel imprudente era un hincha rival que fue retirado por los miembros del grupo de seguridad contratados para aquel partido. Los periodistas irritados por tan bochornoso espectáculo, seguían azuzando con sus afilados comentarios, los ánimos ya caldeados de la hinchada local. Los fanáticos estaban cada vez más irritados y la impotencia de no poder modificar el resultado incrementaba su furia. El calor en el ambiente aumentaba y las sensaciones no auguraban un buen final.


En el equipo local, en «mi”» equipo, hubo un cambio de jugador. La estrella del plantel (____________________________________ inserte aquí el nombre del ídolo de su equipo), que el director técnico tenía reservado para no arriesgarlo y que jugara en plenitud de condiciones el clásico de la ciudad (________________________ inserte aquí la ciudad a la que pertenece su equipo) en la próxima fecha, entró en reemplazo de uno de los volantes de contención. Era una apuesta arriesgada y algo desesperada, que llenó nuevamente de esperanza a los seguidores locales. Apenas tocó el balón, aquel ídolo de barro demostró todas sus habilidades dejando en el suelo a dos jugadores rivales y llegando al área con peligro. El balón pegó en el palo horizontal, aquel que delimita la altura máxima del arco, y se fue al fondo del estadio. Esta acción sirvió para que los cánticos volvieran a sonar en las tribunas. Los jugadores visitantes, al ver cómo aquel jugador estaba desarmando todas sus defensas, y a pesar de tener el marcador con una amplia diferencia a su favor (cero a tres), no supo manejar sus temores y empezaron a ser más agresivos en sus encuentros y choques con los jugadores locales. El juego se tornó áspero y peligroso. Una falta aquí, otra por allá. En la radio se exigía la presencia de las «tarjetas» que controlaran aquella brutal arremetida, exacerbando aún más los ánimos de la hinchada. Mi papá, siempre prudente, entendió que era el momento de irnos pues ese encuentro no iba a terminar bien.


Llevábamos unos pocos metros fuera del estadio cuando escuchamos a nuestras espaldas una gritería ensordecedora. En el relato de la radio que mi papá seguía escuchando, mencionaban que al ídolo local lo habían golpeado con mucha saña, pero el árbitro había interpretado aquella jugada como una simulación por parte del jugador afectado, llevando a sancionarlo injustamente (según el relator) con una «tarjeta amarilla». El público no aguantó más y se fue encima del árbitro y al primer asomo de duda del personal de seguridad, los miembros de la barra radical invadieron la cancha. Patadas y puños iban y venían en todas direcciones. Los hasta entonces felices hinchas visitantes, al ver que sus jugadores eran agredidos, también invadieron el terreno de juego para defenderlos, y la cancha se convirtió en un campo de batalla. En ese momento mi papá apagó el radio, me cargó en hombros y corrió en búsqueda de un lugar seguro para los dos. Los locales cercanos que también seguían el partido por televisión, se apresuraron en cerrar sus puertas evitando ser víctimas de la turba iracunda que se aprestaba a salir del estadio. Nos alcanzamos a meter a un bar antes de que este cerrara por completo y esperamos allí hasta que la situación se normalizara.


El amor por una camiseta se convirtió súbitamente en odio por la del contrario. Los mismos periodistas que irresponsablemente acusaban de fraude al equipo arbitral, fueron los primeros en condenar la violencia registrada. La tarde se volvió noche y los desmanes continuaron a pesar de la presencia de fuerzas especiales para control del orden. La ira se veía en los rostros de los fanáticos quienes, incentivados por los comentarios despectivos de los medios afines a su equipo, no iban a permitir que un equipo pequeño los humillara en un supuesto (evidente para ellos) caso de corrupción arbitral. Mi papá y yo seguíamos encerrados en aquel bar con su dueño, y con algunos fanáticos que no habían alcanzado a ingresar al estadio. Unos estaban preocupados por sus amigos que sí lo habían hecho, otros querían salir a apoyar la trifulca y fueron detenidos por mi papá y otros señores quienes entendieron, se debía actuar con calma y cabeza fría si no queríamos vernos afectados. En todo momento mantuvimos comunicación con mi mamá que desde la casa esperaba por nosotros sanos y salvos.


Las noticias al exterior no eran buenas; ocho muertos, cientos de heridos y ningún capturado. Al día siguiente logramos llegar a casa y alcanzamos a dimensionar lo cerca que estuvimos de ser alcanzados por una horda de odio que esa tarde de domingo decidió arrasar con una parte de la ciudad, solo por «defender» los colores de un equipo, situación que hoy, varios años después, sigo sin entender.


Nadie se hizo responsable; ni los líderes de las barras, ni los representantes del equipo, ni los dirigentes de la ciudad. La sanción disciplinaria correspondiente vino después en forma de «suspensión de la tribuna popular», un paño de agua tibia que no solucionaba en nada el problema de violencia y un insulto a las víctimas de aquella tarde. A partir de aquel día, en que el odio visceral se apoderó de la comunidad deportiva, mi papá decidió dejar de asistir a la cancha. Seguía amando a su equipo del alma, pero odiaba a la hinchada. En redes se mantuvo por meses la disputa entre los seguidores de los dos planteles, y la cordialidad y respeto que se tenían mutuamente, se cambió por insultos y demandas de parte y parte, manteniendo un clima de tensión y agresión constante.


Para el siguiente partido entre esas dos escuadras, la calificación del personal de seguridad cambió a «encuentro de alto riesgo», y el morbo por ver cuál iba a ser el desenlace de aquel partido, permitió ocupar en su totalidad las localidades del estadio, situación aprovechada por los dirigentes del equipo local para llenar sus arcas, motivados por el odio hacia aquel equipo pequeño que los humilló el día que la cancha se manchó de sangre.

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